Julio Velilla

P. Julio Velilla, S.J., en el tercer piso del módulo 1, Edificio de Aulas, UCAB. Crédito de la imagen: P. Danny Socorro, S.J.

Con la serena partida del P. Julio Velilla, S.J., el pasado 28 de agosto, a la edad de 91 años, parece casi inevitable el gesto de echar la vista atrás al largo trecho en el que, de forma discreta, pero siempre muy significativa, es posible rastrear sus huellas en un camino que es, con toda seguridad, el camino de muchos psicólogos egresados de la Escuela de Psicología de la UCAB, en Caracas.

Conocí a Velilla, con toda precisión, en los primeros días de octubre de 1994. Era el inicio del tercer año de psicología y llegaba a las clases de Psicología de la Personalidad, una asignatura que, por todas las referencias de mis amigos en años superiores, sabía que me iba a fascinar; cosa que, efectivamente, no solo ocurrió, sino que sigue ocurriendo dentro de mis intereses académicos, 27 años después. La cátedra de Personalidad tenía el aura legendaria que le imprimían sus dos profesores históricos: el querido Dr. Andrés Miñarro, (luego, mi tutor y mentor durante mis primeros años en el complicado mundo académico) y el P. Julio Velilla, quien compartía con Andrés la clase magistral de los miércoles. Era una de las asignaturas duras de ese año (los llamados “filtros”); y, como todo el mundo podía entender y reconocer, la bisagra que articulaba la formación bastante rigurosa de los dos primeros años en temas de procesos psicológicos básicos, con el paso inminente a la práctica profesional.

La historia que todavía flotaba en el aire en aquel tiempo en el que le conocí, era lo que se calificaba como la curación milagrosa de un cáncer del que se pensó no tendría forma de escapar. Velilla no sólo sobrevivió a la enfermedad, sino que parece bastante claro que incorporó de forma plena la experiencia vivida en una poderosa reflexión sobre la vida y la propia existencia. Ese fue el Velilla que conocí, un cura de unos 64 años, vestido casi siempre con camisas de manga corta (y, de tanto en tanto, con el característico traje negro jesuita con el clergyman blanco en el cuello), se sentaba en un salón del quinto piso, entre el módulo 1 y el módulo 2 del edificio de aulas, en Montalbán, a invitarnos a una reflexión sobre esa compleja relación que existía entre la persona y la ciencia, con un tono en el que las eses, las ces y las zetas arrastraban de forma inequívoca una pronunciación que aprendió muchos años atrás en Logroño, su ciudad natal en España de la que partió muy joven, y que siempre le acompañó, pese a haber hecho casi toda su vida en América Latina y un tiempo en Estados Unidos.

Mis amigos de entonces (y seguramente yo mismo) hacían bromas sobre una frase que Velilla repetía insistentemente: “¿dónde está la persona?” Esa pregunta, que él acompañaba con las discusiones sobre los problemas básicos de la estructura y la dinámica de la personalidad (“La estructura es procesual; la dinámica es estructural”, nos decía), abrían al mismo tiempo el espacio para una comprensión que ese momento parecía una revelación: en efecto, aunque llevábamos ya un par de años estudiando de forma intensiva la teoría psicológica, en realidad (y no podía ser de otra forma) lo que estudiábamos era la comprensión de procesos y fenómenos parciales que requerían, para poder ensamblarse, de una mirada mucho más amplia y compleja que era, a su vez, el resultado de un modelo general del sujeto, pero también de un sutil posicionamiento sobre la ciencia y la antropología filosófica.

El Velilla que conocí en ese entonces lograba imprimirle a ese reto el poder de su propia reflexión vital, justo en esos años decisivos en los que no solo pudo morir y no murió, sino en los que además tuvo completamente claro ante sí el hecho de que la vida requería de una exploración que, estoy seguro, no dejó de acompañarle el resto de los años de su larga vida.

Ahora, con el tiempo, se me hace claro que el recorrido de Velilla tuvo que estar impregnado de dos cosas: por un lado, sus propias características personales, en las que la introspección y el interés por el análisis de las cosas, en el que la emoción y la subjetividad jugaban un papel central; por el otro, el recorrido de su formación académica. Aunque formado originalmente en Filosofía y Letras en la Javeriana de Bogotá, un hito clave para Velilla (y también, para el devenir de parte de la formación en psicología en Venezuela) es el viaje que hace Estados Unidos, donde finaliza sus estudios teológicos en Loyola University y estudia, de forma paralela, psicología. Él mismo lo contaba así:

“(…) estudié cuatro años de Teología en Estados Unidos, en Loyola University en Chicago. Ahí comencé a estudiar Psicología paralelamente. Nos ordenamos a los tres años de estar allá. Después trabajé un año de espiritualidad, eso fue lo único que hice yo en España, en Salamanca. Después de eso, volví a Chicago a seguir estudiando Psicología. Cuando saqué el título, regresé. Volví directamente a la Universidad, en el año 1966,  y desde entonces estoy aquí”.

La formación en Chicago de ese entonces (de todo Estados Unidos, en realidad) estaba fuertemente influida por el trabajo de Carl Rogers, quien junto a Maslow y otros más, construían el piso de la llamada psicología humanista (o tercera fuerza, en respuesta a la hegemonía que hasta entonces tenía el psicoanálisis freudiano y el conductismo, primero watsoniano y luego skinneriano). Aunque siempre pensé que Velilla había tenido contacto con Rogers en Chicago, justo un comentario del querido y recordado Miguel Ángel Gómez Álvarez (también figura histórica de la escuela de Psicología, y recordado profesor de Psicología General I), a propósito de su muerte, me hizo caer en cuenta que, en correspondencia con las fechas, aunque quizá pudo tener algún contacto durante los últimos tiempos de Rogers en Chicago, la formación que Velilla pudo recibir directamente de Rogers debió ocurrir después de que Rogers dejó la Universidad de Wisconsin y se fue a La Jolla, California, donde se incorporó al «Western Behavioural Science Institute».

Lo cierto es que a su regreso a Venezuela, Velilla trajo consigo dos cosas inestimables: la primera, la exposición de primera mano al movimiento humanista norteamericano y, por otra parte, la mirada sobre el “psychological counseling” como modelo asistencial, gracia a lo cual debió ser casi evidente que, muy prontamente promoviese la creación del Centro de Orientación Psicológica (COP) de la Universidad Católica Andrés Bello, rebautizado merecidamente con su nombre en 2017 y del que tantos nos beneficiamos en nuestros años de estudiantes, sin saber que había sido un proyecto impulsado por él.

Allí, en el centro de Asesoramiento Psicológico ubicado en la planta baja del edificio de ingeniería volví a coincidir con él en mi primer trabajo de recién graduado, como psicólogo de planta. Lo recuerdo llegar en las tardes y entrar en el consultorio que tenía al final del pasillo, repleto de libros y papeles, donde solía dedicarse a atender monjas y seminaristas de la comunidad religiosa, sin ánimos de inmiscuirse mayormente en los temas operativos del centro. Un comentario de Velilla describe perfectamente esta actitud: “había decidido que lo de dirigir no me gustaba”.

Hoy, con la perspectiva de los años, veo que tuve un contacto frecuente con Velilla desde entonces hasta casi antes de mi partida de Venezuela, la tarde de un soleado domingo de febrero o marzo de Colinas de Bello Monte, en la que acompañado de mi querido amigo Danny Socorro, S.J., a quien quiso como un hijo y de quien recibió el amor que recibe un padre de un hijo, nos visitó en nuestra casa y conversamos con calma y placer tomándonos algunas copas de vino de la Rioja.

También hoy, mientras escribo estas líneas, vuelvo a pensar con claridad cosas que podrían parecer imperceptibles, pero que sin duda terminaron por ser marcas profundas en mí: pienso, por ejemplo, en la maravillosa experiencia que significó tener a Velilla y a Miñarro como profesores y jefes en Psicología de la Personalidad, la materia que, hasta donde nos fue posible, mi querido Manuel Llorens y yo intentamos mantener fiel al valor de su legado, aunque la necesidad de salir de Venezuela impidió no solo la continuidad personal, sino incluso la construcción de los relevos que habríamos deseado poder ayudar a construir, y que como tantas otras pérdidas del dolor país, no pudieron ser. Creo que una de las lecciones más poderosas de esa maravillosa dupla que fueron Velilla y Miñarro puede verse en la facilidad con la que ambos, ubicados en posiciones teóricas muy diferentes de la psicología, lograban no solo articular un diálogo perfectamente organizado respecto a los problemas y enfoques de la psicología, sino además construir una sólida relación de amistad que duró hasta la partida de Miñarro, en diciembre de 2006. Estoy completamente seguro que mi forma de abordar muchos problemas de la psicología fue el resultado del privilegio de haber visto muy de cerca esa interacción.

Pienso también en su solidaria y reflexiva compañía cuando, tras la muerte de mi papá, en el año 2008, ofició una misa en su memoria, para la que (como era su costumbre) leyó un texto profundamente reflexivo y revelador. Tan reflexivo y revelador como aquél otro, en el tiempo de la graduación de mi promoción de psicólogos.

Vienen a mi mente, entre tantas imágenes y recuerdos cotidianos, un último elemento que me parece, hoy, todavía más revelador. Este: al pensar en todos los años en los que Velilla fue mi jefe de cátedra y figura fundadora del lugar donde tuve mi primer trabajo, jamás recuerdo haber escuchado una sola instrucción de su parte. De hecho, puedo recordar ahora que incluso en las dos ocasiones concretas en las que, apoyado en la confianza que le tenía, le pedí consejo sobre temas de mi vida profesional en la universidad, operó con la misma maestría: haciéndome preguntas de una sorprendente lucidez, que hicieron que las respuestas brotaran con sencillez y sorpresa de mi boca.

Ahora, mientras escribo en silencio, me doy cuenta que nunca se me ocurrió decirle algo que pensaba de él y que, quizá, le habría agradado escuchar: que su pensamiento y su discreta forma de moverse en el mundo compartido, siempre me hacían recordar los versos de Song of Myself, de Walt Whitman (en el fondo, la gran figura precursora del humanismo norteamericano, junto a Emerson); un largo y sabio poema que comienza con estas líneas que también le retratan:

Me celebro y me canto a mí mismo.
Y lo que yo diga ahora de mí, lo digo de ti,
porque lo que yo tengo lo tienes tú
y cada átomo de mi cuerpo es tuyo también.
Vago… e invito a vagar a mi alma.
Vago y me tumbo a mi antojo sobre la tierra
para ver cómo crece la hierba del estío.

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